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David

              Cruzó decidido el antebrazo izquierdo sobre su carita morena bañada de moco —ablandado por unas lágrimas torrenciales— el primer día y lo mantuvo allí hasta el último. El sollozo continuo, como el rugir de una camioneta empantanada en el barro, se incorporó, junto a los gritos en los recreos o el timbre con su estridencia, a los sonidos del ambiente.  La señorita se puso brillo en los labios hoy. Alcanzo a verle la boca de refilón con el ojo derecho; si levanto la cabeza para mirarla va a creer que me interesa el cuento de las ovejas. Tiene los dientes blancos y todos parejitos. Pronuncia tan bien cada palabra que puedo entender lo que está diciendo aunque no la escuche con claridad.  Me vibra la cabeza, como si tuviera un moscardón en las orejas. Puedo regular, si quiero más fuerte o más despacio, pero tengo que estar atento, me da miedo que se me olvide llorar. Me hace sentar pegado a su silla cuando nos lee un cuento, tiene un olor a perfume que me encanta. A veces se

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