De cara a los espejos



No habría que colgar espejos en las habitaciones, y menos cuando ya no hay caras bellas que se reflejan en ellos, piensa Eloísa mientras cuidadosamente trata de llegar hasta los vértices más diminutos con ese instrumento inventado por ella, un punzón en desuso envuelto en un trozo de franela vieja. La meticulosidad con la que limpia este espejo pone la propia imagen a su disposición durante un largo rato, pero ella sólo detiene su mirada sobre un pétalo del rincón izquierdo. En él se pueden ver únicamente sus labios y adrede esboza una ligera sonrisa, esa que es idéntica a la de su abuela Josefa. 

De todos los que están en la casa, este espejo veneciano del comedor, con sus bellos motivos florales en cristal de roca tallado es el que más le gusta y el que más le cuesta limpiar. “Es una pieza del Siglo XVIII traída directamente desde Murano”- le había oído decir infinidad de veces al señor Arturo a sus invitados, en aquellos tiempos en que la mesa del comedor se llenaba cada fin de semana. 

Trabaja con los O´Connor desde hace más de cuarenta años y conoce cada centímetro de esa casa, así como cada alegría y cada pena de sus moradores. Su madre servía en la estancia cuando aún era una niña ya que el padre, su abuelo, fue en ese tiempo encargado de los montes de frutales, conocidos por su excelente calidad en toda la región. 

Eloísa no pierde con el paso del tiempo su andar ligero, poniendo orden, limpiando, siempre atenta a lo que necesiten. Parece un hada desplazándose por los espacios con unas habilidosas manos en lugar de una varita mágica. 

Al concluir con el comedor continúa con la sala y al ingresar se topa con el inmenso espejo estilo Luis XVI empotrado en la pared del fondo. Simula una gran puerta, como si comunicara a una sala contigua, amplificando las dimensiones y provocando la sensación de estar en un gran salón poblado de mullidos sillones color marfil, sobre carpetas de alfombras en tonos grises y azules al igual que los almohadones esparcidos aquí y allá. 

A ella le gusta cerrar los ojos mientras lustra el ancho marco de bronce de ese espejo mágico, así puede transportarse en el tiempo y oír las risas de Sofía y Julieta siendo niñas y a la señora Beatriz pidiéndoles que no corran en la sala que es peligroso. En presencia de este recuerdo, apenas el pecho desborda de una cálida y placentera emoción, de inmediato ahí mismo algo se contrae hasta estrujarse y antes de la primera lágrima abre los ojos dando dos respiraciones profundas. 

Entonces todo vuelve a la normalidad. Ve a través del espejo cómo el señor Arturo deambula por la casa yendo de la cocina a la habitación, para volver al comedor y desde allí mirar hacia el jardín, como esperando la llegada de algún visitante. Desde que enviudó se asemeja a un alma en pena, antes todo lo hacía en compañía de la señora Beatriz, al parecer más por costumbre que por disfrute y ahora no logra encontrar un sitio donde estarse quieto. Su torso encorvado junto al ventanal, debajo de la bata a cuadros con arabescos de color beige, hacen que su talla se repliegue sobre sí misma. Sus rodillas algo arqueadas compensando la sinuosidad de la espalda disipan la elegancia y reducen la abultada corpulencia de tiempos anteriores. 

“Qué vergüenza si el señor me sorprendiera espiándolo” - piensa Eloísa mientras respira lenta y profundamente dos veces haciendo que el aire descomprima su torso, debilitando el nudo que ciñe la garganta. 

Sale con premura de la sala, ahora sólo resta limpiar los espejos del recibidor. Forman un conjunto de tres piezas redondas de diferentes tamaños que coronan la consola de cedro tallada donde se apoya un portarretratos desnudo que aún alberga el calor de la fotografía familiar recién quitada y un florero con rebosantes crisantemos blancos, los preferidos de la señora Beatriz. Nada ha cambiado desde su partida y si no fuera por este silencio delator parecería que aún anda por el jardín quitando los pétalos marchitos de los rosales, hablándole a las hortensias o persiguiendo implacable a alguna columna de hormigas. 

Eloísa quita el jarrón de cristal para limpiar con comodidad el espejo pequeño del centro que justo se halla a la altura de su cabeza. Hace un esfuerzo por centrar su atención en la diminuta mancha de humedad a unos centímetros del marco de madera, pero no logra evitar encontrarse con dos imágenes sobrepuestas, amalgamadas. 

Su rostro aparece ante sí con un lunar encima del labio superior, levanta apenas el mentón y el lunar está debajo del labio inferior, hacia la derecha. Sus ojos ascienden sumergiéndose en esa arruga profunda que rodea la comisura de sus labios bordeando la mejilla izquierda ahora plana, casi hundida y navegan hacia la acuosidad de sus pequeños ojos pardos. 

Y sucede lo que deseaba eludir. La luz de la lámpara se reproduce a través de un destello en el iris de su ojo derecho, interrumpiendo la perfección del mandala que se despliega alrededor de la pupila oscura, casi negra. Amplía el diminuto campo de su visión hasta encontrarse con esa mirada que la mira. Ambos párpados inferiores se inundan de una líquida transparencia liberadora, y se rinde, entregándose a ser observada y a observar absorta ese rostro gastado, surcado por infinidad de huellas que atestiguan los años vividos. 

Quita velozmente con su delantal los vestigios de humedad de su rostro mientras susurra, no habría que colgar espejos en las habitaciones. 


Comentarios

Entradas populares