Jueves
El
viento helado se estrella en mi cara, duele la nariz al respirar, mis ojos
desbordan lágrimas de congestión, de ansiedad y de espera. Ya van a ser las
cinco de la tarde, y es jueves. Un jueves como tantos otros, y mi corazón
apresurado anuncia emociones antagónicas.
Estoy
parado junto a una palmera del cantero central, tengo un ángulo de visión
perfecta, en delgada diagonal a la ventana de esa bella y majestuosa casona
blanca. Cada jueves me excuso en el trabajo para ausentarme media hora, el jefe
me echa una mirada compasiva y mis compañeros emiten risitas cómplices y
burlonas. Nada puede detenerme.
Desde
aquel día; en que por casualidad pasaba por el boulevard y volteé mi cabeza
hacia esa ventana, mi vida dio un tumbo. Esperas infructuosas e innumerables
fracasos fueron la antesala de ese hallazgo extraordinario. El jueves era el
día, ningún otro. A las cinco de la tarde.
De
inmediato, precipitadamente, un hecho fortuito viene a situar un mojón en mi
gris existencia. Cada acto mío, cada pensamiento, cada imagen o recuerdo,
comenzó a ser vinculado a la experiencia más apasionada que ha acontecido en mi
cincuentenaria vida ya desteñida y opaca.
Ahora
mismo, veo la cortina de seda blanca deslizarse hacia un borde de la ventana
blanca. La grandiosa y señorial casa, inmaculadamente blanca, se torna en
escenario del espectáculo más codiciable.
Ahora
mismo veo aparecer su figura. Estoy fascinado ante su impoluta blancura, su
delgadez y su fragilidad, casi angelical. Certera dirige sus ojos hacia la palmera,
ella sabe que medio metro hacia la derecha nuestras miradas se reunirán por un
instante eterno.
Yo
sé que mi alocado corazón dará un vuelco de felicidad y otro de infinita
tristeza. Ella sabe que huirá, otra vez, desapareciendo fugaz como un fantasma.
En
ese exiguo momento, ambos habremos confirmado nuestra mutua existencia, y el
próximo jueves, a las cinco de la tarde, volveremos a advertir, que aún permanecemos
vivos.
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