Sobre la llanura

El cielo se oculta detrás de una capa de neblina espesa que demora aún más la retirada de la escarcha, la blancura tupida en las cunetas atestigua otra noche helada de ese julio inclemente.  A los costados del camino, el suelo descansa a la espera de la  semilla que engendrará en unos surcos húmedos y oscuros. Casi no quedan alambrados divisorios entre un campo y otro, sin embargo en pocas semanas, distintas tonalidades de verde irán emergiendo como una vellosidad lacia de trigo o enmarañada de lenteja o arveja, alfombrará, así, la vasta llanura que se amalgama con el cielo en todas las direcciones posibles. 
Junto al chillido de algunas tijeretas que vienen a detenerse sobre los cables de la luz, se deja oír una armoniosa combinación de sonidos regulares que  interrumpen la soledad del paisaje callado.  Nítidamente se escuchan tres enérgicas inspiraciones cortas que hacen descender el diafragma de esa mujer joven, distanciando sus costillas entre sí  y luego cuatro soplidos breves que de a uno, van  ciñendo los alvéolos hasta deshabitarlos. Esto sucede en perfecta sincronía con el golpeteo de sus pies al desencontrarse con el piso en cada paso corto de un trote sin prisa. El perro ovejero que la acompaña se adelanta para husmear el rastro de algún cuis o se echa a correr detrás de los teros que celosamente cuidan sus nidos.  
Era 1992, tiempos del auge de la labranza cero con siembra directa y el endiosamiento de la soja a lo largo y ancho de la pampa húmeda. 
Tiempos de crisis profunda y tristeza infinita, contaría ella mucho tiempo después.
A medida que avanza con su trotar ágil a la izquierda comienza a imponerse la presencia del sol, desalojando con lentitud esa cortina blanquecina que ya no lo parece tanto, y se deja ver  la grieta irregular que obedece al tenue declive natural del suelo. Los lados del canal se hallan escoltados por unos  montículos de tierra que fue dejando a su paso la excavadora, asegurando de este modo que las lluvias cuando fueran torrenciales drenen su exuberancia hacia el arroyo, que  se observa al frente, detrás de la tranquera cerrada con cadena y candado.
Un camino estrecho de gramilla seca con alambres de púa a ambos lados conduce a otra tranquera, la del potrero. Vacas quietas, algunas con sus terneros prendidos como colgando de ellas están próximas al camino, donde la hierba se mantiene verde y tierna.
La joven llega a la primera tranquera y se trepa hasta el segundo peldaño. Registra el calor del cuerpo contrastando con el aire aún helado que ingresa por la nariz colorada y fría, el temblor de los músculos de sus piernas y la velocidad de su corazón. Ahora largas respiraciones profundas reemplazan a la ritmica y corta que venía trayendo en su andar y encubren por momentos el sonido del agua corriendo potente por el canal que ahora está a la derecha, luego de escurrirse por  el entubado subterráneo que atraviesa el camino. Observa a su alrededor la levedad de las curvas que apenas se insinúan y se suceden unas a otras como la tímida sinuosidad de un pecho masculino que se continúa por la musculatura apenas zigzagueante de unos abdominales potentes hasta resbalar hacia el pubis y la ingle. Igual que resbala el agua hacia el arroyo. 
Da un salto y emprende el regreso, reanudando la cadencia de tres inspiraciones y cuatro soplidos breves, conservando  esa sensación -le confesaría muchos años después a su hija-  que sólo la endorfina puede producir .

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