La salida
Vagabundea por la explanada, puede estar en varios lugares y en diferentes tiempos a la vez. Si bien le resultó curioso al inicio, ya no. Sabe bien que éste no es su lugar pero desconoce el modo de migrar y el nuevo destino. Siempre supo hacia dónde dirigirse, incluso cuando en Sanlúcar subió a una de esas naves para conquistar estas tierras.
Observa desde la altura el río que, por la anchura y la inquietud de sus aguas, bien podría confundirse con el mar. Los navíos cabecean sin descanso más allá de la playa de toscas, escoltados, pareciera, por un grupo de indios que con maestría admirable dispara flechas encendidas hacia el Fuerte de Buenos Aires. El frío arrecia a medida que avanza el invierno. El sitio lleva incontables días, y noches como esta, iluminadas por grandes fogatas que estos hombres combativos atizan con sus danzas extrañas y ancestrales gritos de guerra.
Al mismo tiempo, está a unos centímetros de don Pedro de Mendoza, que yace enloquecido por el dolor y la fiebre. Es extraño encontrarse en la intimidad de su choza miserable, rodeado de objetos lujosos que acentúan la indigencia. Tiene los ojos hinchados y los labios casi no se adivinan, si no fuera por el leve movimiento que provoca su voz como bramido implorando: “Perdón, Osorio, no tuve más remedio que mandarte a asesinar, fuiste muy lejos con tu altanería!”.
Recuerda cada instante de su muerte en aquella playa caliente, bañada por aguas también calientes, pero no siente nada. Dolor, frío, hambre, esa ira que lo hacía sentir vivo son sólo recuerdos indiferentes.
Todo sucede frente a sus ojos, ahí adelante, en un mundo al que ya no pertenece y del que no encuentra la manera de retirarse.
Mientras vaga distraído se topa con los tres soldados que fueron ahorcados por haber matado un caballo para saciar el hambre ya intolerable. Son tres cuerpos mutilados que invocan la más intensa tentación de los que quedan y quieren conservar sus vidas. ¿Acaso habría que ahorcarlos a todos por transformar en víctimas a los victimarios? No tolerar esas decisiones descabelladas del adelantado le hicieron entrar en esta especie de limbo confuso que lo invita ahora a seguir merodeando.
Se aproxima a una de las hogueras rodeada por cuatro hombres; Francisco de Mendoza, Diego Barba, Carlos Dubrin y Bernardo Centurión. Piensa que él, seguramente, estaría allí, junto a esas brasas, si su situación fuera otra; y además, piensa que nunca sabrá cuánto han tenido que ver ellos, tan jefes como él, con este estado en que se encuentra ahora. Tarde se dio cuenta de que había sido solo una ilusión el creer que en América se harían ricos tanto los caballeros como los villanos, que las diferencias desaparecerían.
Al descubrir al ballestero Baitos, su viejo amigo, tendido sobre la hierba a pocos metros, observa que una lluvia de fuego se va incrustado en el descampado. Sólo una flecha cumplió su cometido y dio en la frente de Centurión. Lo vio derrumbarse de espaldas y caer con los brazos en cruz envuelto en su abrigo de nutria mientras los otros tres corrían despavoridos a guarecerse.
También fue testigo de cómo Francisco, apreciado por ser el hermano de Baitos, minutos después, le quita el abrigo al herido, se lo calza y toma la guardia junto a los tres sacrificados. No pareció impresionarse por los ojos suplicantes de Centurión que, como dos esferas de vidrio, se clavaron en los suyos al acercarse.
Su atención vuelve a Baitos, que ahora se pone de pie con dificultad, y le cuesta reconocer, en ese cuerpo raquítico, al joven rebelde y fuerte con el que compartió parte de su vida en España. Sí le resulta familiar esa mirada iracunda, turbada por el resentimiento que la habita cuando está decidido a hacer lo que cree que hace falta. En ese instante pudo leer su pensamiento y se interpuso entre su amigo, que se abalanzó como un lobo sobre su presa, y Francisco, ahora confundido con otro. La faca atravesó su transparencia y penetró en la piel de nutria varias veces hasta el gemido final. Ante la escena, vuelve a corroborar que ya no posee el poder de la palabra ni de la acción. El ballestero corta un miembro de ese cuerpo ya sin vida y, como un animal hambriento y salvaje, devora a su caza.
Ahora nota otra presencia a su derecha que mira junto a él, sin sentimiento ni emoción alguna, cómo Baitos reconoce el anillo que su madre le regaló a Francisco en esa mano desgarrada que aún sostiene entre las suyas. Los dos oyen el grito lastimoso, desesperado, y ven cómo, en una carrera alocada, Baitos se trepa al cerco y con demencia corre hacia el río.
Sin acuerdo previo, en silencio, ambos deciden aguardarlo, con la esperanza de que, juntos los tres, puedan encontrar la puerta de salida.
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