El Tornado

 



Ese martes de noviembre de 2003 amaneció cálido y muy húmedo. Apenas se ocultó el sol, la tormenta comenzó a mostrar sus facciones de color gris oscuro con fauces violáceas y avanzó sin vacilación. Llegó a las veinte y se quedó por menos de media hora. Los relámpagos, que se sucedían con continuidad pasmosa, se transformaron en luz fantasmal permanente. Un soplo se lanzó sobre nosotros con fuerza mortífera y nos castigó con embestidas brutales. Experimenté el dolor en mi propio cuerpo al ver cómo los de mis hermanos se despedazaban y salían volando como plumas quién sabe hacia dónde. Centenares de objetos se estrellaron contra nosotros lastimándonos más y más. La violencia de las ráfagas las transformaba en hachazos imposibles de soportar, y muchos comenzaron a derrumbarse a mi alrededor como si les estuvieran amputando las piernas. La tierra los acogía con un gemido de dolor y un temblor espasmódico parecido a un sismo. Vi cómo se desplomaban sobre los patios, sobre las casas próximas, y cerré los ojos para no ver la muerte inminente que no demoraría en venir a buscarme. Entonces me di cuenta de que si el viento me vencía a mí y a los que me escoltaban, caeríamos irremediablemente sobre su casa. En medio de tanto caos, sin decirnos nada, los tres decidimos soportar y resistir, implorando a las fuerzas del más allá para que nos ayudasen a mantenernos en pie. Tiempo después, supe que ella escribió en su cuaderno de anotaciones: “El miércoles 12 de noviembre no tuvo despertar; por la noche solo hubo espera del primer haz de luz que permitiera ver el exterior y, así, comprender algo de lo que habíamos vivido mis hijos y yo dentro de nuestra pequeña casa, que durante veintitrés minutos fue tácitamente bombardeada. Al abrir la ventana de mi cuarto, vi que en el patio yacía su enorme y bello cuerpo sin vida. Recordé los infinitos momentos en que me detenía a admirar su solidez, su invulnerabilidad, su aspecto señorial. Cayó a un metro de las habitaciones. Sus enormes vástagos se incrustaron en el techo de la vivienda vecina, perforándolo. Llegué con dificultad hasta el fondo del terreno; las verjas de la huerta, mis plantas, todo estaba sepultado debajo de objetos retorcidos y ramas gigantescas. Ahí encontré caído otro árbol de menor tamaño, tampoco ese había rozado mi casa. Dirigí la mirada hacia el monte y vi troncos puntiagudos sin follaje. Sólo quedaban en pie, intactas en su estatura, tres siluetas escuálidas, tres fabulosos árboles sin ramas. Un vecino, señalándolos , me gritó desde su patio: —¡Tuviste suerte, esos hubieran caído sobre tu techo!

Comentarios

Entradas populares