David

             Cruzó decidido el antebrazo izquierdo sobre su carita morena bañada de moco —ablandado por unas lágrimas torrenciales— el primer día y lo mantuvo allí hasta el último. El sollozo continuo, como el rugir de una camioneta empantanada en el barro, se incorporó, junto a los gritos en los recreos o el timbre con su estridencia, a los sonidos del ambiente. 

La señorita se puso brillo en los labios hoy. Alcanzo a verle la boca de refilón con el ojo derecho; si levanto la cabeza para mirarla va a creer que me interesa el cuento de las ovejas. Tiene los dientes blancos y todos parejitos. Pronuncia tan bien cada palabra que puedo entender lo que está diciendo aunque no la escuche con claridad. 

Me vibra la cabeza, como si tuviera un moscardón en las orejas. Puedo regular, si quiero más fuerte o más despacio, pero tengo que estar atento, me da miedo que se me olvide llorar. Me hace sentar pegado a su silla cuando nos lee un cuento, tiene un olor a perfume que me encanta. A veces se inclina hacia mí para mostrarme una imagen del libro que está leyendo, yo enseguida bajo la vista y me miro el brazo con vergüenza. Con el ojo izquierdo veo sus zapatos, siempre tan lustrados. Me dan ganas de acariciarlos, seguro son suaves como la piel de Dalma, mi hermanita. ¿Cómo le quedarán unos zapatos así a mi mamá? También puedo ver la espalda de Sol, esa trenza rubia con un moño blanco, tan cerca está. Cuando me habla , lloro bien bajito así puedo escucharla. 

No conoció la experiencia de hacer un trencito ni una ronda usando las dos manos. Sin embargo, sus compañeros lo aceptaron y estuvieron atentos a él; también su maestra, Ana María.  

Ya llora sin lágrimas, ese es un gran progreso. Su mamá me cuenta que su vida es normal hasta el momento de entrar aquí, que es cuando se cubre la cara y empieza a sollozar. Estoy muy atenta a él. Regula muy bien el sonido de su sollozo hasta hacerlo imperceptible, especialmente cuando los reúno a todos a mi alrededor para contarles un cuento. A la hora de convocarlos, se sienta a mi izquierda, muy cerca mío; puedo percibir el calor de su cuerpo y ver, aún sin mirarlo directamente, que está muy atento a mis palabras. El cuento de las ovejas le fascina, no sé por qué.


No claudicó en su actitud ni por un momento, y cuando parecía que el antebrazo iba descendiendo lentamente hasta dejar a la vista sus grandes ojos pardos, volvió a levantar su codo y a apretarlo contra la frente empapada por el calor de octubre. 

Hablaron como si yo no pudiera oírlas. Ella dijo: 

―David aprende igual que el resto, es muy cariñoso, se sienta rozando mi pierna para poder escuchar lo que les cuento. ¿Y sabés qué? Está enamorado de Sol, ¡tenés que ver cómo la mira! Ella es la única que lo calla cuando le habla, es que no quiere perderse una sola palabra de lo que le dice. 

Se me cortó la respiración, y quise que la tierra me tragara. Solo cerré los ojos y apreté mi nariz contra el brazo hasta hacerme doler.


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